miércoles, 7 de mayo de 2008

Carmencita


La semana pasada estuve caminando las calles de San Telmo. Recorrí -entre nostalgiosa y aburrida- varias casas de antigüedades, hasta que la ví y un retazo de mi infancia me sacudió el alma.
Recuerdo que cuando era niña me gustaban las muñecas rubias, con vestidos largos, con muchos frunces y volados, telas labradas, con aplicaciones de tul, brillantes. Las caritas perfectas de labios rosados, mejillas apenas sonrojadas y ojos azules.
En mi mente aquella ventanita a la que mi papá me llevaba a elegir una muñeca, como premio seguramente, por haber hecho algo bien.
Yo miraba a todas las muñecas… Ahh… Las rubias tan lindas, casi inalcanzables!!
Un poco quería parecerme a ellas, sin embargo allí estaban las otras, las de pasta, con vestidito rojo a lunares blancos, el delantal blanco también y un pañuelo a lunares cubriendo la negra cabeza.
Debo confesar que no me resultaban lindas… sin embargo, shhh... No quería que mi corazón delatara mis sentimientos.
¿Qué sentiría su almita al escuchar “la que más te guste” y nunca ser ella?
Una lucha interna feroz me llevaba a elegirla: “Esa, la negrita!”, lo decía con tantas ganas que la voz estallaba en el pecho.
Me dolían sus sentimientos, saberse una y otra vez no elegida, no querida.
Estoy segura que el común de las nenas hubiera optado por las otras, las rubias del largo vestido, pero yo no me sentía como las demás, por eso tomaba la decisión más sabia.
... Mis hermosas muñecas negras de pasta que tan feliz me hicieran en mi niñez!
Siempre supe que tenían alma.
Siempre supe que mi corazón las amaba más allá de la mera atracción por la belleza.
Siempre sentí que ellas me amaban a mí también.
Estaba segura que por las noches, mientras todo dormía, me venían a buscar y corríamos hacia el cielo, jugando entre las estrellas, lejos de todo, absolutamente Libres.

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